EL ESPEJO DEL EXTRANJERO.
Moro sosteniendo un espejo. Mariano Fortuny.
“EL ESPEJO DEL EXTRANJERO”.
El nuevo departamento es
modesto, casi miserable. Es húmedo, de paredes descascaradas. La pequeña
ventana no alcanza a agredir la constante penumbra. Parece que uno puede
atravesar cualquier frontera geográfica, pero nunca las fronteras de la
pobreza. Se puede huir de los machetes y las piedras de los mercenarios, pero
no de la cimitarra del hambre. Sin embargo es algo alentador no escuchar el
rumor de la guerra del otro lado de la puerta. Esto ya es un gran triunfo.
A veces, al despertar, escucha
pasos y se sobresalta. ¡Son los blancos, o los azules, o los verdes, o los
rojos! No conozco el nombre que diferencia la sangre en su patria. En todos
lados hay nombres que tratan de diferenciar la creación de Dios. Y los hombres
persiguen y matan blandiendo esa diferencia como bandera. Pasado el primer
instante de estupor, sentado en el borde de la cama, con el corazón agitado por
el miedo, entiende que está en otro lugar, lejos de su tierra. Aquí no existen
los blancos, los azules, los verdes o los rojos.
Lo único que conservó de sus
escasos bienes materiales es un gran espejo rectangular, herencia de varias
generaciones de antepasados. En su azogue se reflejó la sabiduría de sus
abuelos, la viril prestancia de los varones y la belleza de la raza en las
mujeres de la familia. En él se reflejó su infancia, los días de escuela, la
adolescencia en medio de una paz inestable, la juventud arrollada por el humo
de las bombas y el estruendo de los disparos.
En él anhela ver reflejada
alguna vez la alegría de una nueva vida pintada en los rostros de sus hijos y
en su propio rostro. Por ahora, ve el rostro de un hombre triste, azotado por
la mano implacable de una vida difícil.
Sale a la calle y trata de ser
uno más en medio de la transeúnte caterva.
Camina con paso decidido porque
así se siente más seguro. Aunque nada es seguro alrededor de su persona. Siente
que todo el mundo lo mira y que todos se dan cuenta que es un extranjero. Este
sentimiento no pasaría de ser un tic subjetivo, si no supiera que la mayoría de
la gente desprecia al extranjero. Lo lógico sería que no debiera preocuparse,
porque los extranjeros también son seres humanos. Hay un dicho que dice que el
hombre es ciudadano del mundo.
Levanta la frente en un gesto de
dignidad más que de orgullo.
Ha cambiado su vestimenta típica
por un pantalón, una camisa, un saco y un par de zapatos. Los ha comprado en un
mercado de ropa de segunda mano. Luce humilde pero limpio y prolijo aunque se
siente raro. Extraña la amplitud de su túnica, la comodidad de sus sandalias y
la protección de su turbante. Cada renuncia es su aporte de buena voluntad al
intento de adaptación a este nuevo mundo. Considera que él debe amoldarse a las
costumbres de esta sociedad extraña. Sin embargo no ha podido cambiar el color de
su piel, ni la mota del pelo, ni los anchos labios que denuncian su origen.
Sus niños son tan bellos que no
entiende el hostigamiento que sufren de los demás niños en la escuela. Su
esposa es tan buena que no entiende porque llora en silencio todas las noches,
cuando se quedan solos.
Mientras camina por estas calles
atiborradas de gente de variado aspecto, siente que en algún rincón de su
pensamiento se extiende su desierto natal, con la arena dorada al mediodía y
gris en los crepúsculos, con las dunas moviéndose en un prodigioso éxodo
corridas por los ejércitos del viento. En medio del murmullo constante de voces
y gritos, del interminable rumor de las pisadas sobre el cemento y el eco de
las bocinas, cree escuchar el melodioso canto de los pastores que arrean sus
cabras y vacas con alegría y despreocupación.
Desesperadamente, trata de
reconocer en medio de la marea de rostros indiferentes una cara amiga. Con
ansiedad busca un gesto, un saludo, una sonrisa.
La luz roja del semáforo ha
detenido momentáneamente la caravana del tránsito. Mientras los motores
ronronean, los escapes destilan finos hilos de humo y los rostros de los
conductores mastican la impaciencia, recuerda el único autobús que recogía a la
gente de su pueblo para llevarla hasta la ciudad a hacer las compras, ver al
médico o visitar algún pariente. Era un viaje tan placentero que hoy parece de
otra historia. Piensa que el dolor del extranjero no radica exclusivamente en
la adaptación. Hay otra herida que punza el alma, el desarraigo.
El tiempo ha pasado. En el
occidente moderno el tiempo parece pasar más rápido que en el resto del mundo.
Debe ser por la urgencia que prima, por los intereses que se mueven, por los
vencimientos que acechan. Uno se levanta al amanecer y, como por arte de magia,
se encuentra en la mesa de la noche sirviéndose los despojos del día para la
cena. Esta sensación no sólo se percibe con el día, se proyecta sobre semanas,
meses y años.
La familia ha logrado pequeños
triunfos en su lucha. Tienen una pequeña casa levantada por ellos mismos, tan
pequeña y humilde como la que tenían en su lejano país. La subsistencia
requiere esfuerzos despiadados. Semanas de mucho trabajo haciendo todo lo que
aparezca, mecánica, albañilería, carpintería, pintura. Casi siempre por la
mitad del precio que le pagarían a un trabajador local. Esto le acarrea alguna
inquina, algún sordo rencor y un poco más de discriminación. Trabaja el doble y
sólo puede comprar la mitad.
Siente que está en medio de otra
guerra, donde los blancos, los rojos, los verdes o los azules están por todas
partes ocultos bajo otras denominaciones. La bala, el filo del cuchillo, no son
los únicos que matan.
A veces entona los viejos cantos
de sus ancestros en la lengua madre, que suena distinta en su boca que lucha
por manejar el nuevo lenguaje. Las exóticas palabras de su infancia se acomodan
en el aire y dan forma a la nunca olvidada poesía natal. Cierra los ojos y la
melodía lo arrastra, sugestiva y poderosa, hacia sus raíces. Siente que siendo
otro, no deja de ser él mismo.
Su paladar consume la dieta
foránea pero no consigue olvidar los sabores típicos. Al mediodía, entre los
olores que emana el barrio, cree identificar una especia, un ingrediente, una
receta de las que alimentaron a su raza. La proteína del recuerdo nutre el
organismo de su exilio.
Cuando el día termina desanda
las calles en el regreso hacia el hogar. Le contará a sus niños las antiguas
leyendas de su tierra pobladas de héroes y demonios. Frente a ellos se sentirá
grande e importante, una sensación que ha dejado enterrada en las arenas del
desierto. En el fondo de sus bolsillos guarda el amuleto que protegió a los
abuelos de sus abuelos. Está hecho con plumas de ave mágica y dientes de león.
De cualquier modo se acostumbró a la frase “si Dios lo quiere” que tanto se usa
en su nuevo ámbito. Ninguna fórmula está de más.
El aspecto de su casa ha
mejorado un poco. En medio de ella se luce más el antiguo espejo heredado. Se
mira en él tratando de ver a un nuevo hombre. Sin embargo el viejo azogue le
devuelve la imagen de un hombre triste. Piensa que la condición de extranjero
es una nacionalidad en sí misma. Nadie deja de ser chino, o ruso o español. Por
ende, el extranjero nunca deja de ser extranjero. A lo mejor debería deshacerse
del espejo, tal vez en su luna esté la clave del estigma; a lo mejor debería
olvidar los cantos nativos con sus poesías embrujadoras; a lo mejor debería
borrar de su cabeza los cuentos y supersticiones de sus genearcas.
Si es cierto que los espejos
absorben las imágenes y las atrapan en su interior, pienso que este pobre
espejo de la historia también debe estar desconcertado. En su larga existencia,
es la primera vez que refleja la tristeza de un extranjero.
Raúl Ifran.
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