LA PATRONA DE "EL VASQUITO"
El Almacén de la esquina. Roque Vega.
La patrona de "El vasquito".
Arantza Etxeberría, patrona de “El Vasquito”, descargaba las bolsas de papa como si fuera un hombre. Un mechón rubio y lacio le cruzaba siempre la cara donde resaltaban sus ojos azules, afilados como lanzas. Tenía la piel muy blanca y rara vez la vimos sonreír. Hace cincuenta años era una mujer muy bella, pero nosotros éramos muy niños para apreciar la belleza de una mujer. No recuerdo haber visto un toque de rubor en sus mejillas, de rouge en sus labios o de sombra en sus párpados. Todo fue natural en su vida. Sangre y trabajo.
Atendía el forraje mientras su marido iba y
venía con un carro tirado por un percherón cargado con carbón y leña. El
delantal era parte de su presencia, pues apenas los parroquianos le daban un
respiro, corría hacia el interior de la casa, en el mismo edificio, para
dedicarse a los quehaceres domésticos. A menudo nos atendía secándose las
manos con un repasador, mientras de la profundidad de las paredes brotaba un
delicioso olor a potajes.
Así criaba a sus hijos. Algún domingo, entre
la cocina y el planchado, se sentaba bajo una parra a tocar una melodía en su
acordeón diatónico. Su voz era cristalina,
como el canto mágico de las lamias oceánicas.
De pequeño yo le temía. Sólo por su gesto
severo. Jamás la escuché levantar la voz ni decir algo fuera de lugar. Le temía
por esos ojos que parecían ver más allá de todo y por esos labios que
economizaban al máximo su cuota de palabras y sonrisas.
A principio de los sesenta, mi padre fue
sometido a una delicada operación. Quedó inválido durante varios meses. Su
crisis física se trasladó a todos los niveles de nuestro hogar. Recuerdo el
apuro que me dio darle a Arantza Etxeberría, patrona de “El Vasquito”, la
notita donde mamá le escribía, casi le suplicaba, si nos podía fiar un kilo de
papas y una docena de huevos. Yo miraba el piso y transpiraba, mientras ella,
con esa apariencia glacial que le conocíamos se acomodaba los anteojos para
leer. De pronto, me acarició la cabeza y me levantó la cara para que la viera a
los ojos. Nunca la había mirado así. Yo no tenía más de seis años. Luego,
guardó el papelito, me despachó el pedido y escribió algo que dobló con cuidado
y depositó en mi mano.
-Es para tu mami-me dijo casi con dulzura.
Yo salí corriendo, aliviado, como si me
hubiera quitado una pesada mochila de las espaldas. Mamá me contó que la notita
decía que podíamos contar con ella hasta que papá se pusiera bien, y las cosas
se normalizaran en casa.
Con el tiempo, los Etxeberría progresaron
mucho. El carro se convirtió primero en una chatita, luego en un moderno camión
y por fin en una pequeña flota. En un momento dado, el patio resultó
insuficiente para depósito y construyeron un gran galpón con tinglado en la otra cuadra. Los
hijos estudiaron, crecieron, se marcharon, regresaron, se volvieron a ir. Ella
siempre estuvo allí. En la esquina que miraba de frente al ferrocarril.
Primero, en medio de la febril actividad de los trenes. Luego, agobiada por los
fantasmas de las locomotoras perdidas para siempre. En medio siglo todo cambia
tanto, que a veces parece que hablamos de mundos diferentes.
Viví en el barrio los primeros veinte años de
mi vida. Luego yo también me fui. Nunca olvidé la casa donde crecí, ni a los
vecinos. Una tarde de otro siglo, privilegio que tenemos los que nacimos en la
segunda mitad del mil novecientos, volví. La mudanza a lo largo de toda la cuadra era casi total. Sin embargo,
“El Vasquito”, aunque modernizado, seguía en pie. Se veía muy coqueto, con remozados
escaparates, todo pintado de blanco y con letras fileteadas en vistosos
colores.
Ante mi asombro, una anciana muy delgada, muy
blanca, de profundos ojos azules y cabellos completamente blancos apareció con
una escoba a barrer la vereda. Su presencia era tan leve que por un momento
creí que se trataba de una sombra. Con mucha energía levantó nubes de hojas y
volutas de polvo. Como yo me quedé absorto, ahí parado, ella alzó la vista y la
clavó en mi. Sentí la misma sensación de indefensión de mi niñez. Ella se
acomodó los anteojos como para asegurarse.
-Raulito-murmuró-¿sos vos?
-Cómo le va, Arantza-respondí, asombrado de
que me recordara-sí, soy yo.
-¡Hijo!-dejó caer la escoba y me abrazó-¡cuánto
tiempo ha pasado!
-Toda la vida, Arantza. Toda la vida.
Fue la primera vez que la vi sonreir. Y fue
la vez que entendí que para esta fuerte mujer, los niños del barrio también
fuimos sus niños.
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