PELUSA YA NO SIENTE MIEDO.


Velorio. Damián Ibarguren.


PELUSA YA NO SIENTE MIEDO

Le decíamos Pelusa, pero su nombre de pila, que a menudo olvidábamos, era Eduviges. Un nombre antiguo y severo al que su aspecto hacía honor. Era menuda, no medía más de un metro y medio de altura, levemente entrada en carnes, con un rostro rubicundo, coronado por una mata de cabello blanco siempre batido, y dominado por dos ojos redondos y muy celestes, tanto que parecían transparentes. Era muy amable y siempre estaba de buen humor. Su sonrisa parecía parte de su indumentaria cotidiana. Rondaba los sesenta años.

Siempre vestía impecable, aunque a causa de su mermado físico, nada le lucía. Gustaba usar unos trajecitos de pollera y chaqueta a los que combinaba con sus infaltables tacones y sombrero al tono. Su única excentricidad eran los grandes anteojos para sol con armazón blanco y los aros y colgantes, unos más exagerados que los otros.
No era de hablar mucho, pero escuchaba a todos. Cuando en el taller de costura organizábamos una comida, ella se comportaba con mucha frugalidad aunque no despreciaba bocado. Le gustaban los chistes y se ruborizaba cuando alguno era subido de tono. En el trabajo su concentración era total. Nunca, el capataz tuvo que hacerle repetir una obra.

Pelusa, sin embargo, tenía una compulsión que nadie tardaba en descubrir. Camino a su casa estaba el local de sepelios. No importaba si conocía o no al muerto del día, ella entraba a participar del duelo. Ella se paraba junto al cajón, junto a los deudos, y miraba al finado, y le acariciaba la frente y lloraba dos lágrimas. Luego del ritual, reanudaba la marcha hacia su rutina.
Yo, que nunca fui muy amigo de los velatorios, nunca entendí su conducta. Varias veces le pregunté porqué lo hacía, y su respuesta era siempre la misma: -para ver si lo conozco. Luego seguía enhebrando sus agujas asesinando toda posibilidad de continuar la conversación.

Un hermano de ella, me contó que su madre había muerto muy joven, cuando ellos todavía eran niños. Me dijo que en esa época, los finados eran velados en las casas familiares, generalmente en la cama matrimonial. Le ponían sus mejores prendas, le sellaban los ojos con dos monedas, la boca con una cinta de embalar que envolvía la cabeza y luego retiraban, y le cruzaban los brazos sobre el pecho. Los zapatos se colocaban sobre la mesa y un crespón de raso negro en la puerta de calle comunicaba a los transeúntes la triste nueva.
Servían café, coñac y jugo, y preparaban tortas y masas para los visitantes. Pelusa pasó la noche junto al féretro apretando contra el pecho su muñeca de trapo. Estaba aterrorizada ante la presencia de un vacío oscuro y siniestro que nunca encontró explicaciones en su mente.

Supe, a partir de esa confidencia, que Pelusa tenía un miedo atroz a la muerte, y que ese miedo la llamaba como el canto de una monstruosa sirena. Necesitaba ir al encuentro de la muerte, como si en ese pequeño acto ganara una batalla que le multiplicaba la vida, que le regeneraba los latidos del corazón y la circulación del aire en los pulmones.
Una sola vez la acompañé a un velatorio en ocasión del fallecimiento de una compañera del taller. Allí pude comprobar que las cosas no eran fáciles para ella. De pie al lado del féretro se retorcía como presa de una crisis. Sus manos apretaban un pañuelo con el que de a ratos se enjugaba el llanto, y hacía dar vueltas sus ojos como si estuviera a un paso del desmayo. Se veía más pequeña y desvalida que nunca. Me di cuenta que repetía la pérdida de su madre y sufría su propia muerte en una agonía sin plazo fijo. La compadecí.

Cuando salimos del recinto, aspiró una profunda bocanada de aire puro y me miró con sus insípidos ojos redondos, nublados y enrojecidos. Estaba agotada, como si toda la vida se le hubiera caído sobre los hombres en una sola noche.

-Ya está. Ya pasó-dijo con angustia.

Comprendí sus largos silencios y su permanente meditación. Mientras nosotros hablábamos de cine, de fútbol, de los romances de la vecina y de la economía y la política del país, ella tejía pacientemente la telaraña de su muerte. Todos los compañeros sabíamos que ya tenía arrendado su pedazo de tierra en el camposanto y los gastos de los funerales religiosamente pagados en cómodas cuotas.
-No quiero, además del dolor, ocasionarle cargas económicas a mis hermanos-se justificaba.

Con el tiempo, conseguí un empleo mejor y dejé el taller de costura. Me hicieron una gran fiesta de despedida en honor a los cinco años que trabajé en él. Pelusa me saludó con su consabida parquedad. Yo sabía que me apreciaba mucho. Me adapté pronto a mi nuevo quehacer y a mis nuevos compañeros. Son situaciones a las que estamos constantemente expuestos los hombres modernos.

Cuando murió mi padre, Pelusa vino a darme las condolencias y a compartir mi vigilia. Estaba muy envejecida, aunque no escamoteaba su radiante apariencia de sombrero, lentes, aros y colgantes. Se había pintado muy rojos los labios y las uñas, y se había aplicado dos toques de rubor en las mejillas. Quería confundir a la muerte, a la que presentía demasiado cerca. Fue la última vez que la vi.

Todos los domingos vengo al cementerio a traerle flores a la tumba de mi padre, y a repetir algunos rituales que compartíamos cuando él estaba entre nosotros. Mientras limpio de pastos el terreno, llevo la vieja radio a baterías que él escuchaba de la mañana hasta la noche; me cebo unos mates amargos como a él le gustaban, y por ahí, silbo algunas coplas norteñas de las que lo acompañaron por el monte de su Formosa natal.
Cuando el trabajo está hecho, hago una recorrida por los alrededores leyendo los epitafios de las lápidas.

No recordé a Pelusa por casualidad. En mi última visita a la necrópolis, luego de acondicionar la tumba de mi padre, y durante mi caminata por las cercanías, encontré su tumba.
“Eduviges Pelusa García Pérez. 6 de enero de 1925. 24 de diciembre de 2010”. Al fin había transpuesto la puerta tan temida. Finalmente, se había vestido para la última cita.
Me vino a la mente una anécdota de Borges, que, recorriendo una biblioteca del brazo de su amigo Manuel Mujica Láinez, encontró un libro del poeta Mariano de Lafinur, recientemente fallecido. -¡Qué miedo le tenía este hombre a la muerte!-murmuró.

Traté de imaginarla en su lecho de madera y bronce, asumiendo, de una vez, el protagonismo de todos sus terrores. Quise creer que sonreía como lo hizo siempre en vida. También pensé que le hubiera  gustado mucho verse a sí misma, pararse junto a su sueño eterno y mensurar la conducta de los dolientes. Ahora, supongo que es parte de una energía mayor, que late y mantiene vivo al mundo. Llamémosla paraíso, diestra de Dios, eternidad, o como quieran. De lo que estoy seguro, es que Pelusa ya no siente miedo.


 Raúl Ifran.

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